domingo, 29 de noviembre de 2009

Tengo el orgullo de ser peruano...¿y soy feliz?



Uno nunca sabe en qué momento puede brotar nuestro sentimiento patriótico. Nunca. Me pasó el otro día durante una reunión con amigos profesionales. La conversación fluía entre risas y sugerencias hasta que una profesora extranjera –no voy a mencionar su nombre- encendió la hoguera al decir que “más vale una chola limpia con jeans que una chola sucia con polleras”. Fue suficiente para desatar una descarga de protestas que terminaron por acallar a la impertinente foránea. Faltaba más. Está bien que nosotros, peruanos al fin y al cabo, critiquemos, choleemos, ninguniemos y despotriquemos contra el nativo autóctono y salvaje. Pero, ¿una gringa? ¡Habráse visto mayor majadería!

Sea como fuere, nos guste o no nos guste, ésta es la imagen que muchos extranjeros tienen de nuestro país: un indio con llanques posando con su llama al ladito de Machu Picchu. Y si está cochino, mejor. Así es como debemos ser, pues. El buen salvaje dispuesto a sonreír al visitante, el campesino ignorante que labra su tierra para ofrecer su olluco, la llamita pastando bajo el cielo apacible de la puna. Una foto para la postal del living. Un souvenir y el recuerdo del porteador doblando sus espaldas en el Camino Inca por unas monedas. Cholo soy, y no me compadezcas.


Perú campeón
Y pese a todo, el optimismo nunca muere en este país tan real y maravilloso. Yo Te amo Perú, porque Sí se puede y Dios es peruano. Sí, pues, bien peruanazo es el hombre. Tanto, que hace 30 años no vamos a un Mundial de Fútbol (para variar, tampoco iremos a Sudáfrica 2010) y sólo vivimos de la gloria de lo que nunca fuimos en el deporte de las patadas.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Río de Janeiro: el monstruo verde de cemento







Río de Janeiro es un gigante verde rodeado por favelas. Te das cuenta apenas bajas del avión y ves esas casitas de ladrillo color teja, apretujándose unas contra otras sobre el espinazo del cerro.
Un chiquillo moreno, flaco y desarrapado, salta la valla metálica que separa la moderna carretera del gueto y mira a los autos con indiferencia. Es uno de los tantos miles de cariocas que aún no reciben los beneficios económicos de este gigante de Sudamérica llamado Brasil. Que sobreviven a salto de mata en medio de la jungla de cemento y vegetación. Y para los que el crimen y el tráfico de drogas son parte de la vida cotidiana.
Los autos pasan rasantes por un asfaltado tan perfecto, que hasta parece que estás volando. El paisaje se repite a lo largo del recorrido hacia el hotel, como si de pronto, esos barrios pobres se fueran a tragar a la urbe de un bocado.



Bajo el sol de Río
Y sin embargo, nada parece borrar la alegría de los rostros. En la famosa costanera de la Avenida Atlántica, chicos y grandes corren por la amplia vereda de color negro y gris, juegan futbóley (esa especie de vóley jugado con los pies) o caminan distraídos bajo el sol siempre luminoso de Río de Janeiro. Nada que ver con los más de 40 grados que derriten a la gente en febrero, pero suficiente como para caminar tranquilo y descubrir los misterios de la ciudad.
Río de Janeiro es la ciudad más grande del sureste
de Brasil, con 6 millones ymedio de habitantes. Cuando llegaron los portugueses, en enero de 1502, pensaron que las tranquilas aguas de la Bahía de Guanabara eran un enorme río y la bautizaron así, Río de Janeiro (Enero), por el mes que arribaron a este país tropical.
A lo largo de las playas de Copacabana, Ipanema o Leme se levantan restaurantes, bares, discotecas, hoteles de lujo y edificios que, algún día, tuvieron un rostro reluciente. Ahora, sin embargo, los edificios lucen tristes y descoloridos, como mudos testigos de un pasado glorioso.
Nada es barato en este sector, pero bien vale la pena tomarse un trago o almorzar mientras se observa el magnífico paisaje de las olas muriendo lentamente en las playas del Atlántico.