Río de Janeiro es un gigante verde rodeado por favelas. Te das cuenta apenas bajas del avión y ves esas casitas de ladrillo color teja, apretujándose unas contra otras sobre el espinazo del cerro.
Un chiquillo moreno, flaco y desarrapado, salta la valla metálica que separa la moderna carretera del gueto y mira a los autos con indiferencia. Es uno de los tantos miles de cariocas que aún no reciben los beneficios económicos de este gigante de Sudamérica llamado Brasil. Que sobreviven a salto de mata en medio de la jungla de cemento y vegetación. Y para los que el crimen y el tráfico de drogas son parte de la vida cotidiana.
Los autos pasan rasantes por un asfaltado tan perfecto, que hasta parece que estás volando. El paisaje se repite a lo largo del recorrido hacia el hotel, como si de pronto, esos barrios pobres se fueran a tragar a la urbe de un bocado.
Bajo el sol de Río
Y sin embargo, nada parece borrar la alegría de los rostros. En la famosa costanera de la Avenida Atlántica, chicos y grandes corren por la amplia vereda de color negro y gris, juegan futbóley (esa especie de vóley jugado con los pies) o caminan distraídos bajo el sol siempre luminoso de Río de Janeiro. Nada que ver con los más de 40 grados que derriten a la gente en febrero, pero suficiente como para caminar tranquilo y descubrir los misterios de la ciudad.
Río de Janeiro es la ciudad más grande del sureste
de Brasil, con 6 millones ymedio de habitantes. Cuando llegaron los portugueses, en enero de 1502, pensaron que las tranquilas aguas de la Bahía de Guanabara eran un enorme río y la bautizaron así, Río de Janeiro (Enero), por el mes que arribaron a este país tropical.
A lo largo de las playas de Copacabana, Ipanema o Leme se levantan restaurantes, bares, discotecas, hoteles de lujo y edificios que, algún día, tuvieron un rostro reluciente. Ahora, sin embargo, los edificios lucen tristes y descoloridos, como mudos testigos de un pasado glorioso.
Nada es barato en este sector, pero bien vale la pena tomarse un trago o almorzar mientras se observa el magnífico paisaje de las olas muriendo lentamente en las playas del Atlántico.
Para todos los bolsillos
Si vas por la ribera, podrás disfrutar de una oferta mucho más asequible, pero no menos interesante. Para empezar, las decenas de quioscos de madera que ofrecen desde agua de coco hasta Caipiriña son una opción para disfrutar la vista playera a bajo costo.
Los escultores de arena te dejarán boquiabierto con sus efímeras obras a las que mantienen en pie a punta de chorritos de agua. Pero cuidado, nada es gratis. Tomarte una foto al lado de las esculturas -una réplica de un castillo, el estadio de Maracaná o un par de pulposas garotas, elija usted- cuesta dos reales (cerca de seis soles) o lo que tu voluntad decida.
Aunque las playas no son el arquetipo de la típica costa del Caribe, de arenas blancas y tranquilas aguas esmeraldas, son limpias y llenas de vida.
La maravilla carioca
Por supuesto, no todo es playa en esta ciudad que vive intensamente. Uno de sus íconos es el Cristo de Corcovado, ubicado en la cima del cerro del mismo nombre y recientemente elegido como una de las Siete Nuevas Maravillas del Mundo. Fue diseñado por el ingenierio Heitor Da Silva Costa y esculpido por el artista francés de origen polaco Paul Ladowski.
Para llegar a la cumbre hay que recorrer un camino espiralado que te deja en la base del cerro. Subes en el ascensor y finalmente llegas a unas escaleras que te dejan a puertas del Cristo. A simple vista no es tan imponente como aparece en las postales -tiene 40 metros de altura-, pero la vista desde el mirador es verdaderamente excepcional: la ciudad es un mundo de juguete, rodeada por ese verde que se resiste a desaparecer y lenguas de un mar verde amarelho rodeando a la urbe.
Una nube de turistas excitados pugna por tomarse ‘la’ foto con el Cristo de fondo. Vale todo: tenderse en el suelo para captar la imagen mientras el grupo de ocasión grita a todo pulmón o pelear por tu espacio mínimo vital para registrar el mejor ángulo.
Otro punto imperdible es el Paõ de Açucar, enclavado sobre el cerro del mismo nombre, en el Barrio de Urca.
En las afueras del edificio del teléferico, un enjambre de ambulantes ofrece toda suerte de souvenirs, helados y bebidas a los turistas. Las filas para subir al teleférico son largas,pero la espera tiene su recompensa. Después de todo, ir a Río y no conocer el Pan de Azúcar es como ir a París y no conocer la Torre Eiffel. Así de sencillo.
Una vez en la plataforma sólo hay que esperar que las cabinas retornen y sujetarse bien. El ascenso es una experiencia única, pues mientras vas alcanzando la montaña verde el enorme paisaje de la bahía se abre ante tus ojos como una postal de ensueño, con las embarcaciones de juguete surcando el verde mar, y esos edificios que parecen escondidos entre la vegetación.
Desde el Pan de Azúcar puedes contemplar la Fortaleza de São João y la inmensa Bahía de Guanabara desde una perspectiva omnisciente. Una especie de Dios en miniatura que todo lo ve y todo lo siente. Y no faltará quien te recuerde que en el barrio que ves abajo vivió o vive Roberto Carlos y otras estrellas.
Río en Technicolor
Por la noche la ciudad cambia de rostro. La costa se ilumina con las decenas de establecimientos que le dan un aspecto cosmopolita a Río de Janeiro. Y más allá, una feria de artesanías tiene el recuerdo que has estado buscando. Consejo: No dejes de regatear, la oferta y la demanda funciona muy bien por estos lares.
Pero los contrastes son inevitables. La Cidade Maravilhosa, que alguna vez fue capital de Imperio Portugués, soporta con estoicismo, y a veces con indiferencia, los efectos de su explosión demográfica, del crimen galopante y de la exclusión social.
Los seres de la noche, emergen de sus madrigueras: prostitutas callejeras, travestis, niños mendigos, gigolos, damas de compañía, turistas en busca de acción, vendedores de recuerdos y la infaltable patrulla motorizada rondando por si se presenta algo.
Un chiquillo mal vestido pide propina. Le das un par de reales, pero igual te persigue como si eso formara parte de su lección.
En la otra esquina una ‘chica’ con zapatos de plataforma y ademanes disforzados espera clientela a lado de un citroen plomo. Algunos turistas la miran curiosos; otros, pasan indiferentes. Como si ya fuera parte del paisaje.
Cenar en uno de los restaurantes o cafés que se alinean a lo largo de la avenida da una sensación de seguridad y confort. Pero afuera, en las calles, a veces la situación puede ser aterradora. El papel no miente. La noche anterior, en el diario más importante de la ciudad, la noticia abridora rezaba así:
Tiroteos en Serie
afligen Copacabana
Seis tiros disparados en la esquina das ruas Siquiera Campos e Ministro Alfredo Valadão, que da acceso à Ladeira dos Trabajadores, causaron pánico en las calles del barrio. Chiquillos que estaban en una moto dispararon contra un hombre que estaba en la calzada y consiguió escapar.
El tipo tenía un fusil de la favela, que es dominada por el Comando Vermelho (CV).
Ya en mayo de este año, los habitantes de Río sintieron que la vida no valía nada cuando, según el mismo diario, el barrio de Leme vivió una semana de guerra después que los Amigos dos Amigos (ADA) se enfrentaron a sus rivales del Comando Vermehlo (CV).
Será por eso que cuando la guía del bus turístico recorre los atractivos de la ciudad, muestra de refilón, la Favela de Santa Teresa. Sólo un ratiño, dice, mirar, pero no entrar. Algunas zonas son muy peligrosas para los turistas.
A la hora señalada
Llegó la hora del retorno del tour por la ciudad. Atrás quedó el sambódromo, el Estadio Maracaná, la Catedral cónica y otros sightseen.
Mañana por la mañana me adentraré en el metro. Siempre me han fascinado esos lugares subterráneos. Pescar un mapa e ir a la sumergirte en un lugar menos ‘turístico’. Preguntando se llega a Roma y sé que llegaré. Después de todo, el metro no tiene pierde y aunque hay cierta aprehensión, tengo que conocer the real city. Esa urbe cosmopolita, encantadora, agresiva y alegre, que va más allá de las postales del Corcovado. Como amuleto llevó un gorro de Río, un mapa del metro, un bluyín desteñido y una palabra que suele abrir muchas puertas: obrigado (Gracias).
Un chiquillo moreno, flaco y desarrapado, salta la valla metálica que separa la moderna carretera del gueto y mira a los autos con indiferencia. Es uno de los tantos miles de cariocas que aún no reciben los beneficios económicos de este gigante de Sudamérica llamado Brasil. Que sobreviven a salto de mata en medio de la jungla de cemento y vegetación. Y para los que el crimen y el tráfico de drogas son parte de la vida cotidiana.
Los autos pasan rasantes por un asfaltado tan perfecto, que hasta parece que estás volando. El paisaje se repite a lo largo del recorrido hacia el hotel, como si de pronto, esos barrios pobres se fueran a tragar a la urbe de un bocado.
Bajo el sol de Río
Y sin embargo, nada parece borrar la alegría de los rostros. En la famosa costanera de la Avenida Atlántica, chicos y grandes corren por la amplia vereda de color negro y gris, juegan futbóley (esa especie de vóley jugado con los pies) o caminan distraídos bajo el sol siempre luminoso de Río de Janeiro. Nada que ver con los más de 40 grados que derriten a la gente en febrero, pero suficiente como para caminar tranquilo y descubrir los misterios de la ciudad.
Río de Janeiro es la ciudad más grande del sureste
de Brasil, con 6 millones ymedio de habitantes. Cuando llegaron los portugueses, en enero de 1502, pensaron que las tranquilas aguas de la Bahía de Guanabara eran un enorme río y la bautizaron así, Río de Janeiro (Enero), por el mes que arribaron a este país tropical.
A lo largo de las playas de Copacabana, Ipanema o Leme se levantan restaurantes, bares, discotecas, hoteles de lujo y edificios que, algún día, tuvieron un rostro reluciente. Ahora, sin embargo, los edificios lucen tristes y descoloridos, como mudos testigos de un pasado glorioso.
Nada es barato en este sector, pero bien vale la pena tomarse un trago o almorzar mientras se observa el magnífico paisaje de las olas muriendo lentamente en las playas del Atlántico.
Para todos los bolsillos
Si vas por la ribera, podrás disfrutar de una oferta mucho más asequible, pero no menos interesante. Para empezar, las decenas de quioscos de madera que ofrecen desde agua de coco hasta Caipiriña son una opción para disfrutar la vista playera a bajo costo.
Los escultores de arena te dejarán boquiabierto con sus efímeras obras a las que mantienen en pie a punta de chorritos de agua. Pero cuidado, nada es gratis. Tomarte una foto al lado de las esculturas -una réplica de un castillo, el estadio de Maracaná o un par de pulposas garotas, elija usted- cuesta dos reales (cerca de seis soles) o lo que tu voluntad decida.
Aunque las playas no son el arquetipo de la típica costa del Caribe, de arenas blancas y tranquilas aguas esmeraldas, son limpias y llenas de vida.
La maravilla carioca
Por supuesto, no todo es playa en esta ciudad que vive intensamente. Uno de sus íconos es el Cristo de Corcovado, ubicado en la cima del cerro del mismo nombre y recientemente elegido como una de las Siete Nuevas Maravillas del Mundo. Fue diseñado por el ingenierio Heitor Da Silva Costa y esculpido por el artista francés de origen polaco Paul Ladowski.
Para llegar a la cumbre hay que recorrer un camino espiralado que te deja en la base del cerro. Subes en el ascensor y finalmente llegas a unas escaleras que te dejan a puertas del Cristo. A simple vista no es tan imponente como aparece en las postales -tiene 40 metros de altura-, pero la vista desde el mirador es verdaderamente excepcional: la ciudad es un mundo de juguete, rodeada por ese verde que se resiste a desaparecer y lenguas de un mar verde amarelho rodeando a la urbe.
Una nube de turistas excitados pugna por tomarse ‘la’ foto con el Cristo de fondo. Vale todo: tenderse en el suelo para captar la imagen mientras el grupo de ocasión grita a todo pulmón o pelear por tu espacio mínimo vital para registrar el mejor ángulo.
Otro punto imperdible es el Paõ de Açucar, enclavado sobre el cerro del mismo nombre, en el Barrio de Urca.
En las afueras del edificio del teléferico, un enjambre de ambulantes ofrece toda suerte de souvenirs, helados y bebidas a los turistas. Las filas para subir al teleférico son largas,pero la espera tiene su recompensa. Después de todo, ir a Río y no conocer el Pan de Azúcar es como ir a París y no conocer la Torre Eiffel. Así de sencillo.
Una vez en la plataforma sólo hay que esperar que las cabinas retornen y sujetarse bien. El ascenso es una experiencia única, pues mientras vas alcanzando la montaña verde el enorme paisaje de la bahía se abre ante tus ojos como una postal de ensueño, con las embarcaciones de juguete surcando el verde mar, y esos edificios que parecen escondidos entre la vegetación.
Desde el Pan de Azúcar puedes contemplar la Fortaleza de São João y la inmensa Bahía de Guanabara desde una perspectiva omnisciente. Una especie de Dios en miniatura que todo lo ve y todo lo siente. Y no faltará quien te recuerde que en el barrio que ves abajo vivió o vive Roberto Carlos y otras estrellas.
Río en Technicolor
Por la noche la ciudad cambia de rostro. La costa se ilumina con las decenas de establecimientos que le dan un aspecto cosmopolita a Río de Janeiro. Y más allá, una feria de artesanías tiene el recuerdo que has estado buscando. Consejo: No dejes de regatear, la oferta y la demanda funciona muy bien por estos lares.
Pero los contrastes son inevitables. La Cidade Maravilhosa, que alguna vez fue capital de Imperio Portugués, soporta con estoicismo, y a veces con indiferencia, los efectos de su explosión demográfica, del crimen galopante y de la exclusión social.
Los seres de la noche, emergen de sus madrigueras: prostitutas callejeras, travestis, niños mendigos, gigolos, damas de compañía, turistas en busca de acción, vendedores de recuerdos y la infaltable patrulla motorizada rondando por si se presenta algo.
Un chiquillo mal vestido pide propina. Le das un par de reales, pero igual te persigue como si eso formara parte de su lección.
En la otra esquina una ‘chica’ con zapatos de plataforma y ademanes disforzados espera clientela a lado de un citroen plomo. Algunos turistas la miran curiosos; otros, pasan indiferentes. Como si ya fuera parte del paisaje.
Cenar en uno de los restaurantes o cafés que se alinean a lo largo de la avenida da una sensación de seguridad y confort. Pero afuera, en las calles, a veces la situación puede ser aterradora. El papel no miente. La noche anterior, en el diario más importante de la ciudad, la noticia abridora rezaba así:
Tiroteos en Serie
afligen Copacabana
Seis tiros disparados en la esquina das ruas Siquiera Campos e Ministro Alfredo Valadão, que da acceso à Ladeira dos Trabajadores, causaron pánico en las calles del barrio. Chiquillos que estaban en una moto dispararon contra un hombre que estaba en la calzada y consiguió escapar.
El tipo tenía un fusil de la favela, que es dominada por el Comando Vermelho (CV).
Ya en mayo de este año, los habitantes de Río sintieron que la vida no valía nada cuando, según el mismo diario, el barrio de Leme vivió una semana de guerra después que los Amigos dos Amigos (ADA) se enfrentaron a sus rivales del Comando Vermehlo (CV).
Será por eso que cuando la guía del bus turístico recorre los atractivos de la ciudad, muestra de refilón, la Favela de Santa Teresa. Sólo un ratiño, dice, mirar, pero no entrar. Algunas zonas son muy peligrosas para los turistas.
A la hora señalada
Llegó la hora del retorno del tour por la ciudad. Atrás quedó el sambódromo, el Estadio Maracaná, la Catedral cónica y otros sightseen.
Mañana por la mañana me adentraré en el metro. Siempre me han fascinado esos lugares subterráneos. Pescar un mapa e ir a la sumergirte en un lugar menos ‘turístico’. Preguntando se llega a Roma y sé que llegaré. Después de todo, el metro no tiene pierde y aunque hay cierta aprehensión, tengo que conocer the real city. Esa urbe cosmopolita, encantadora, agresiva y alegre, que va más allá de las postales del Corcovado. Como amuleto llevó un gorro de Río, un mapa del metro, un bluyín desteñido y una palabra que suele abrir muchas puertas: obrigado (Gracias).
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