lunes, 1 de noviembre de 2010

Un paso al más allá


A primera vista parecía un grupo de adolescentes góticos pugnando por ingresar a un concierto privado. Detrás de la reja, un imperturbable caballero, lista en mano, verificaba escrupulosamente a los inscritos en el aquelarre convocado para aquella noche. Jorge Mariátegui y yo, guía ocasional y periodista, respectivamente, hicimos valer nuestras credenciales. Dimos nuestros nombres, el tipo se tomó su tiempo, cotejó el rol, nos miró de cerca y por fin nos hizo ingresar.



Cruzar la reja fue como pertenecer por un momento a un selecto club de millonarios. Afuera quedaban varios noctámbulos con la esperanza de poder pasar, siempre y cuando no llegara el resto de inscritos. Si no están en lista tienen que esperar, escuché decir a lo lejos y me reuní con una entusiasta veintena de personas congregadas alrededor de mausoleos, monumentos de mármol y senderos sinuosos.


¿Qué hacían todas esas personas reunidas un viernes por la noche en el cementerio más antiguo de la ciudad? Se preparaban para recorrer, como ningún mortal lo había hecho antes, la parte antigua de la necrópolis y, al mismo tiempo, conocer en vivo y en directo a las almas en pena que vagaban por el lugar.
Alumbrados únicamente por una antorcha, don Jorge introdujo a los concurrentes en las cuestiones básicas del cementerio: que fue fundado en 1831 en un terreno donado por el español Juan José Pinillos, que tiene una extensión aproximada de 60 mil metros cuadrados y que también contó con el desprendimiento de Isabel Castro de Hoyle y José Santos Deza, quienes también donaron sus propiedades.
Lo que la mayoría desconocía, incluido este escriba, es que en 1916, especialmente por la Plaza de Armas, Mariátegui dixit, habitaban ánimas que tenían espantados a los trujillanos. “En la esquina de la Catedral nadie pasaba a partir de las 6 de la tarde porque dicen que los empujaban, les soplaban las orejas y los hacían correr”, cuenta don Jorge, como si hubiera visto la escena con sus propios ojos. Razón por la cual, el alcalde-filántropo, Víctor Larco Herrera, mandó a decir que iban a cambiar todo el piso de la Catedral, pues era allí donde estaban enterrados centenares de ciudadanos.

En su particular estilo de contar la historia, el bibliotecario añadió un detalle macabro: “dicen las malas lenguas que los cadáveres los traían en carretillas”. Y que la fosa común donde se colocaron éstos jamás fue encontrada. Silencioso, el cortejo avanzó hasta el siguiente punto mientras las llamas de la antorcha proyectaban sombras intimidantes sobre los centenarios pabellones. La escena, bien podría haber pasado como la de un grupo de seguidores de las artes oscuras camino a un ritual satánico. Pero no. Era un grupo de curiosos y amantes de lo antiguo que quería formar parte de este evento anunciado semanas atrás por una institución cultural.

Mientras pasamos por el monumento a las personas que murieron en el incendio del Teatro Municipal en 1910, nuestro guía nos confiesa que ve fantasmas desde la tierna edad de cuatro años, cuando un duende cojo y feo se le atravesó de lo más orondo en plena fiesta familiar.

Antiguos espíritus del mal
Quizá sugestionados por las historias de ánimas, el frío de la noche y las lápidas que parecían escoltarnos a cada paso, tuvimos nuestro primer encuentro con un fantasma; era una mujer vestida de negro que cantaba con voz doliente. Lloraba por la partida del ser amado, por estar condenada a vagar por el cementerio sin que nada pueda calmar su dolor. Hasta el aspecto de la dama, cuyo rostro era marchito y fúnebre, contribuían a que los visitantes se compadecieran por sus versos lastimeros. Aplausos. Y a continuar por el viaje al más allá.

En la siguiente parada se nos apareció una novia macabra: los ojos hundidos rodeados de grandes ojeras, el rostro lívido como la cera y el cabello alborotado como la melena de un león. Vestida de blanco como la noche de su boda relata su triste historia para conmover al auditorio de aquella noche de octubre. Cómo olvidar sus gestos desgarradores, su voz temblorosa y su mirada sin brillo.

Siguiente pabellón. Una caja yace en el suelo, todos la miran fijamente. De repente, intempestivamente, sale de allí un nuevo fantasma vestido de verde lanzando un grito aterrador. El público se estremece, y no falta quien grita del susto. Es el espíritu de un soldado que ha vivido el horror de la guerra, de las torturas y de la muerte. Luce un traje verde olivo y al igual que sus compañeros de casa, tiene la mirada perdida y el rostro tumefacto. Sólo que esta anima lleva la angustia impregnada en la piel y hasta se atreve a tocar el rostro de uno de los sorprendidos concurrentes, mientras que el resto de nosotros no puede ocultar una sonrisa cómplice.

Lloro por todas las cosas que he olvidado, dice y trata de explicarnos lo duro que fue para él la experiencia de la obediencia debida, la vida de un militar sin voz propia.

Penúltima parada. Lo que la antorcha alumbra esta vez es una pareja de amantes: él, con el torso desnudo; ella, con una gasa negra que apenas la cubre. Invocan al viento y a las fuerzas de la naturaleza. Sus cuerpos se mueven como serpientes, sinuosos, delicados, se rozan, juegan con el deseo, pero ya el frío mármol de sus huesos es como el de Carrara que se ve aquí por todas partes: bello, pero inerte.


La visita al sector antiguo del cementerio va llegando a su fin. Contemplamos la lápida de Don Manuel Cavero y Muñoz, el marqués de Bellavista fallecido en 1842 y primer alcalde republicano de Trujillo. Atrás, se nos cruza otro grupo de visitantes liderados por un poeta especializado en performances demoniacas. Cerca de la puerta de Miraflores, los fantasmas reunidos posan ante el lente de un entusiasta presidente de una entidad cultural. La alegría fluye. Quizá eso termine siendo la muerte: un gran baile de máscaras al que, inexorablemente, un día seremos invitados.



No hay comentarios:

Publicar un comentario