martes, 1 de febrero de 2011
Trujillo en turbo stereo
Jueves, 2 de la tarde. Llego a mi hogar-dulce-hogar para disfrutar de un almuerzo casero junto a mi esposa y nuestro pequeño de cinco meses que lleva en su vientre. Tengo un hambre de lobos. Me he levantado como un sonámbulo a las 6 de la mañana para dictar una clase a un grupo de rapaces a los que he tenido que fungir de payaso para que no se duerman con los rigores de la gramática. Después vuelo a La Industria para avanzar este suplemento y fastidiar como abeja africana a todos mis colaboradores para que me envíen sus notas a tiempo.
–¡Se compra fierros, artefactos, chatarraaaaaaaaaa!!!!!
La estridencia me pone de mal humor. Me jode. Me dan ganas de sacar una escopeta de retrocarga y destrozar la carretilla del miserable que sigue gritando con voz horrísona, como si fuera lo más normal del mundo. Es de más llamar la atención al salvaje o marcar al Segat para que actúe: la horda de carretilleros con megáfonos invade la urbanización desde tempranas horas del día y no descansa ni feriados ni fiestas de guardar.
Trago saliva y espero que este ruido nuestro de cada día se disipe. Por fin puedo gozar de unos minutos de tranquilidad y conversación. Novedades. Asuntos del trabajo y progresos del baby se intercalan en el diálogo que nos da un respiro para lo que se me viene por delante: hoy cierro la edición del suplemento, lo que significa que saldré muy tarde y tan desvelado que no podré conciliar el sueño.
Amor a la mexicanaAsí que después de la agradable modorra postalmuerzo, intento tomar una siesta. Mi cuerpo se amolda al mullido colchón, empiezo a sentir los brazos de Morfeo que me arrastran a la delgada línea que divide la realidad de la ilusión. Pero no. No podré tomar una siestita porque al bueno de mi vecino –un doctor muy respetable– se le ha ocurrido celebrar su cumpleaños con una multitudinaria banda de mariachis. Irrumpen las trompetas como los israelitas cuando derribaron los muros de Jericó a punto de soplidos. El estruendo de los aplausos se mezcla con Las Mañanitas y entonces sé que se viene lo peor: Caballo Viejo, Felicidades, Viejo, mi querido viejo, Te vas, te vas, te vas y hasta el Mambo de Machahuay suenan y truenan ante la algarabía del respetable.
Qué diablos. Me levanto con las mismas y me doy un duchazo para alejar a los fantasmas de la pereza. Ya más reconfortado, me preparo mentalmente para regresar rápido al diario y tapar los cabos sueltos. Tomo un taxi y ya dentro, el chofer me recibe con 85 decibeles del Grupo Cinco. Le pido que baje el volumen. Refunfuñando, obedece. Que no jorobe. Estoy pagando mi plata y si quiere escuchar su chicha mismo concierto de playa que vaya a su casa y martirice a su familia. O a su trampa. Me da igual.
Mientras esquiva los demás autos cual Rally de Montecarlo –el pasajero no importa–, se detiene abruptamente ante el semáforo en rojo. Esos breves minutos de espera bastan para irritar a estos energúmenos que hacen estallar sus bocinas cuando el semáforo está en ámbar.
–¡Avanza, pes, conch…!! –grita el cobrador de una combi y se abre paso entre la multitud de vehículos con la habilidad de James Bond. La escena de los bocinazos se repite en cada cuadra. Es como si los conductores sufrieran de incontinencia claxofónica y no pudieran vivir sin apretar la maldita bocina.
Llego a mi destino sano y salvo. Buenas tardes, señor Quintanilla, saluda el portero y respondo mecánicamente. Marco mi entrada como un autómata. Recompongo mi imagen mental porque sé que no vale la pena perder el humor por una realidad cotidiana. Por una situación a la que nadie parece importarle. Lo comprobaré más tarde cuando pase por un tragamonedas con nombre egipcio y en su pantalla gigante, que da al jirón Pizarro, y escuche las clásicas canciones con las que gritaba como un chimpancé en los años 80.
Estamos, después de todo, en la Capital de la Cultura.
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