domingo, 3 de enero de 2010

¡Temblor, temblor!

La trascendental conversación de sobremesa entre mi suegro y yo giraba en torno a las bondades de la nueva licuadora Oster de 12 velocidades que mi esposa y yo habíamos adquirido para solaz de nuestras papilas gustativas. Que esta máquina es potente. Que pica hielo como si nada. Que él tenía una igualita en su casa y con ella preparaba unos jugos milagrosos. Es más, tanto era nuestro interés tecnológico que mi esposa trajo el portento a la sala, donde nos encontrábamos, y una vez insertado el vaso, fuimos acariciando los botones de su poderoso motor. De pronto, como si hubiéramos apretado el botón equivocado, el suelo comenzó a remecerse, primero despacio y luego con una intensidad tal que activó la adrenalina a mil.

Cuando el sacudón parecía calmarse, otra réplica extendió un poco más la angustia. No era cosa de juego: vivo en el cuarto piso y el temblor se sintió como si un grupo de elefantes cruzara el departamento. Nos levantamos en el acto para estar a la expectativa, sólo para ver que el gordo del piso de arriba bajaba a toda prisa con su familia a cuestas. Al frente se escuchaban gritos desaforados, una mezcla aterradora entre pataleta de niño, gritos de suegra y chillidos de vampiro en celo, y más abajo, en el primer piso, se escuchaban unas desesperadas invocaciones a San Judas Tadeo y a la Virgencita de Chapi.
Cuando la tierra dejó de rugir, comenzaron las llamadas frenéticas. Mi esposa llamaba a su mamá, yo a la mía y mi suegro a su hija, que vive en Lima. En la calle, la gente comentaba el acontecimiento, agregándole detalles y especulaciones. Luego, como buen periodista, entré al internet donde me encontré con mi amiga Clarita, que ya sabía dónde fue el epicentro, cuánto tiempo duró el temblor y hasta de qué magnitud fue el “fenómeno telúrico”.

Bien, bien. Pasado el susto, he de confesar que este pequeño incidente me ha hecho reflexionar seriamente sobre mi rol en el cosmos, mis actitudes con los demás y la trascendencia metafísica del homo sapiens. Por lo tanto, en mérito a este llamado a la conciencia terráquea y, aprovechando el nuevo año, he tomado las siguientes resoluciones:

1. Acompañar a misa a mi esposa y a mi suegro todos los domingos y fiestas de guardar.
2. Pagar las papas rellenas que quedé debiendo a la Negra Tomasa.
3. Lavar los platos una vez al año.
4. Dejar de ser irónico con temas trascendentales.
5. Dejar de gritarles samba canuta a los choferes de la ciudad.
6. Ser más paciente con mis alumnitos de Lengua, aunque escriban barbaridades ortográficas.
7. Comprarme un libro de Deepak Chopra, Ángel Cornejo o Paulo Coelho.
8. Acostarme antes de las 12 de la noche.
9. Aprender a bailar mambo.
10. Besarle el anillo eclesiástico a nuestro bien amado arzobispo, en  señal de obediencia.


Después de todo, uno nunca sabe…


3 comentarios:

  1. Maestro, por favor, no vaya a tomar tan drásticas, ni que haya sucedido un evento a lo 2012. Piénselo bien, sino podemos conversar al respecto.

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  2. Luchito, me alegra que reformule su rol en el cosmos...sobre todo lo vinculado a los alumnos de Lengua...

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  3. Lucho, replanteese esas tales resoluciones no vaya a ser que se arrrepienta a ultima hora.

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