jueves, 24 de diciembre de 2009

Navidad entre prisas y ausencias



Es viernes 24 de diciembre, son las 6:16 de la tarde y faltan sólo unas horas para la Noche Buena. Hace unas horas fui a Tottus a comprar regalos, pero el mar humano que inundaba la tienda casi me asfixia. Ni hablar. Le dije a mi esposa que mejor fuéramos a Wong, que aunque cueste más, quizá allá evitaríamos esa horda de consumidores frenéticos en busca del obsequio perfecto de última hora. El taxista, para variar en estas fechas, nos quería cobrar 7 soles, como si tuviéramos cara de gringos. Lo mandé a buen sitio. Felizmente, cruzando la pista, encontramos un tipo más honesto que nos cobró cuatro soles. Bajamos, rogando que el supermercado no estuviera hirviendo de gente. El Gran Hacedor debe haber escuchado mis ruegos porque aunque sí había una regular cantidad de público, aún se podía caminar con tranquilidad por los pasillos. Hasta encontramos los regalos con 30 por ciento de descuento, con lo que obtuve un precio razonable por mis compras. Aproveché para comprar champán y otras provisiones para el día siguiente.
Hubo un tiempo –a long, long, long time ago– en el que la Navidad ejercía sobre mí una sensación mágica. Como si durante ese periodo la gente fuera más buena, las calles se transformaran con las luces de colores y los adornos en las ventanas, y en general, las personas tuvieran menos estrés. No era difícil saber por qué: era niño, estaba de vacaciones, eran mis padres los que gastaban y podía ver todas las películas navideñas que pasaban en la tele.


La Noche Buena era casi un calco de las anteriores: mi mamá preparando con siglos de anticipación el pavo, el árbol que se iba llenando de regalos, los chicos reventando cohetones (especialmente en la ‘Casa del Eco’, un cuarto no terminado, ideal para expandir los decibeles por mil) y mi padre trabajando en el consultorio, y que seguramente llegaría en su enorme Dodge azul cerca de las 8 de la noche.
Luego vendría la tradicional cena navideña (generalmente mucho antes de la medianoche), donde nos atiborrábamos de pavo, panetón, pan y ensalada. Y luego la repartición de los regalos. De fulanito para menganito. Apertura de regalos y aplausos del respetable. Los chicos, felices con su juguete nuevo. Mi padre no era muy afecto a la celebración de la Navidad, pero esos rituales lo divertían y le daban un espíritu de familia.

Hoy pasaré la Noche Buena en dos tiempos, primero en mi departamento, con mis suegros, y luego en la casa de mi madre. Estará la misma mesa, el mismo chocolate espeso, los sobrinos de siempre, el árbol de Navidad -ya no tantos regalos como antaño-, la misma lectura de los oferentes. Pero algo definitivamente será diferente: ya no estará mi padre presidiendo la mesa y haciendo esos chistes que todos nos sabíamos de memoria.

Y riéndose secretamente, mientras los suyos abrían los regalos en la sala familiar.



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